Hanmer Springs
A punto de caducarme el visado y con la certeza de que debía abandonar el país para poder continuar mi experiencia en esa isla continente llamada Australia decidí viajar a Nueva Zelanda, por un breve período de tiempo; el justo para realizar todas las gestiones necesarias y poder conocer, al menos, una ínfima parte de la isla del sur, Christchurch e alrededores. Un vuelo directo de Melbourne a Christchurch, unas 4 horas de avión si mal no recuerdo, 2 horas de diferencia respecto a las 8 horas que Australia se aleja de España en el tiempo, y la sensación de haber llegado, al fin, al punto más lejano que me separa de mis orígenes, el lugar más remoto del globo.
El frío atacaba mi resistencia que se reforzaba a base de cafés calientes y sopas de miso demasiado baratas por el servicio que me hacían y el viento helado petrificaba cada milímetro de mi cara. El dólar Neozelandés aun más bajo que el australiano, aunque los precios, no muy bajos proporcionalmente. La ejemplar gentileza de la gente, el acento inglés divertido en comparación al aussie, aunque no más que el mío, adquirido de escuela y viajes al extranjero. Encontré a unos 20 minutos en transporte público del aeropuerto mi backpacker, una especie de comuna juvenil plagada de todo tipo de especimenes internacionales. Un bar en la planta cero amenizaba las gélidas noches neozelandesas a ritmo de rock comercial con buen gusto.
Decidí que esa noche no me apetecía ser uno más en la fiesta, no sentía la necesidad ni disponía de la energía suficiente para conocer a cualquiera de esos rostros desconocidos y pasarme la noche bebiendo cerveza y manteniendo una de aquellas conversaciones gratuitas que tanto detesto, hablando de lo bueno que es viajar y lo gentil que es la gente local. Lo reconozco, a menudo me entrego a estas situaciones placenteramente, pero hoy me siento sarcástico y me apetece describirlo así, si el lector me lo admite.
Así que subí al piso de arriba dónde se encontraba un saló lleno de ordenadores con conexión a Internet y una estantería llena de catálogos y trípticos ofreciendo al viajero centenares de posibilidades varias para todos los gustos y budgets. Mientras me perdía entre tantas ofertas jugando al juego de la seducción con una chica morena que se encontraba frente a mí, decidí que a la mañana siguiente iría a Akaroa, situado a unas 2 horas en autobús de dónde me encontraba, y navegaría por el Océano Pacífico y vería delfines y leones marinos y al llegar esos ojos negros seguirían allí, frente a mí…
El frío atacaba mi resistencia que se reforzaba a base de cafés calientes y sopas de miso demasiado baratas por el servicio que me hacían y el viento helado petrificaba cada milímetro de mi cara. El dólar Neozelandés aun más bajo que el australiano, aunque los precios, no muy bajos proporcionalmente. La ejemplar gentileza de la gente, el acento inglés divertido en comparación al aussie, aunque no más que el mío, adquirido de escuela y viajes al extranjero. Encontré a unos 20 minutos en transporte público del aeropuerto mi backpacker, una especie de comuna juvenil plagada de todo tipo de especimenes internacionales. Un bar en la planta cero amenizaba las gélidas noches neozelandesas a ritmo de rock comercial con buen gusto.
Decidí que esa noche no me apetecía ser uno más en la fiesta, no sentía la necesidad ni disponía de la energía suficiente para conocer a cualquiera de esos rostros desconocidos y pasarme la noche bebiendo cerveza y manteniendo una de aquellas conversaciones gratuitas que tanto detesto, hablando de lo bueno que es viajar y lo gentil que es la gente local. Lo reconozco, a menudo me entrego a estas situaciones placenteramente, pero hoy me siento sarcástico y me apetece describirlo así, si el lector me lo admite.
Así que subí al piso de arriba dónde se encontraba un saló lleno de ordenadores con conexión a Internet y una estantería llena de catálogos y trípticos ofreciendo al viajero centenares de posibilidades varias para todos los gustos y budgets. Mientras me perdía entre tantas ofertas jugando al juego de la seducción con una chica morena que se encontraba frente a mí, decidí que a la mañana siguiente iría a Akaroa, situado a unas 2 horas en autobús de dónde me encontraba, y navegaría por el Océano Pacífico y vería delfines y leones marinos y al llegar esos ojos negros seguirían allí, frente a mí…
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